“Se habla de globalización, pero las fronteras están abiertas para mercaderías, no para personas” – Luiz Ruffato

La apertura de la participación brasileña en la Feria del Libro de Frankfurt estuvo marcada por el fuerte discurso del escritor Luiz Ruffato, quién habló en la ceremonia de apertura ante cientos de presentes, entre ellos líderes políticos alemanes y el vicepresidente de Brasil, Michel Temer.

En su discurso, el escritor criticó la impunidad, la indiferencia y la hipocresía del mundo y destacó la importancia de la educación y la literatura para un cambio. Además de manifestar serias dudas sobre la buena praxis de los gobiernos para conseguir una auténtica democracia, el novelista habló sobre la alta tasa de analfabetismo que tiene Brasil e hizo alusión al compromiso social del escritor.

¿Qué significa ser un escritor en un país situado en la periferia del mundo, en un lugar donde el término capitalismo de rapiña definitivamente no es una metáfora? Para mí, la escritura es compromiso. No es posible renunciar al hecho de habitar los umbrales del siglo XXI, de escribir en portugués, de vivir en un territorio llamado Brasil. Se habla de globalización, pero las fronteras están abiertas para mercancías, no para personas. Proclamar nuestra singularidad es una forma de resistir al intento autoritario de aplanar las diferencias.” Con estas palabras abrió Ruffato su discurso, en el que trató una historia de Brasil marcada por la exclusión del otro a través de la violencia y la indiferencia.

El más grande dilema del ser humano en todos los tiempos ha sido precisamente ese: el de lidiar con la dicotomía yo-otro. Porque, aunque la afirmación de nuestra subjetividad se verifique a través del reconocimiento del otro (es la alteridad la que nos confiere el sentido de existir), el otro es también aquel que puede aniquilarnos… Y si la Humanidad se edifica en este movimiento pendular entre el aglutinamiento y la dispersión, la historia de Brasil se ha venido afirmando casi exclusivamente sobre la negación explícita del otro por medio de la violencia y de la indiferencia.

El autor de “Ellos eran muchos caballos” comenzó su discurso por el genocidio indígena hace 500 años y siguió dando cifras de impunidad, violaciones, crímenes y un analfabetismo impuesto por el poder a amplios sectores sociales.

Nacimos bajo la égida del genocidio. De los cuatro millones de indígenas que existían en 1500, quedan hoy unos 900 mil, parte de ellos viviendo en condiciones miserables en asentamientos al borde de las carreteras o incluso en favelas en las grandes ciudades.

Hasta mediados del siglo XIX, cinco millones de africanos negros fueron aprisionados y llevados a la fuerza a Brasil. Cuando en 1888 se abolió la esclavitud, no se hizo ningún esfuerzo para proporcionar condiciones de vida digna a los ex cautivos. Así, hasta el día de hoy, 125 años después, la gran mayoría de los afrodescendientes sigue confinada a la base de la pirámide social”

Ruffato también habló de las contradicciones de Brasil : “Ahora somos la séptima economía del planeta. Y seguimos en tercer lugar entre los más desiguales del mundo.

Seguimos siendo un país donde la vivienda, la educación, la salud, la cultura y el esparcimiento no son derechos de todos, sino privilegios de algunos. Donde la capacidad de ir y venir en cualquier momento y a cualquier hora no puede ejercerse, porque faltan condiciones de seguridad pública. Donde incluso la necesidad de trabajar a cambio de un salario mínimo equivalente a unos 300 dólares mensuales enfrenta obstáculos elementales como la falta de transporte adecuado. Donde el respeto al medio ambiente no existe. Donde nos hemos acostumbrado todos a burlar las leyes.

Somos un país paradójico.

Unas veces Brasil se presenta como una región exótica, de playas paradisiacas, bosques edénicos, carnaval, capoeira y futbol; otras, como un lugar execrable, de violencia urbana, de explotación, de prostitución infantil, de falta de respeto a los derechos humanos y desdén por la naturaleza. Unas veces se le festeja como uno de los países mejor preparados para ocupar un lugar protagónico en el mundo (rico en recursos naturales, agricultura, ganadería e indústrias diversas, enorme potencial de crecimiento de producción y consumo), y otras veces se le relega a un eterno papel accesorio, de proveedor de materias primas y productos fabricados con mano de obra barata, por falta de capacidad para administrar su propia riqueza.”

El escritor también hizo hincapié en la violencia, en el más de medio millón de prisioneros y en la alta tasa de analfabetismo que existe todavía en Brasil.

Invisible, arrinconada por los bajos salarios y destituida de las prerrogativas primarias de la ciudadanía (vivienda, transporte, esparcimiento, educación y salud de calidad), la mayor parte de los brasileños siempre ha sido una pieza desechable en el engranaje que mueve la economía: el 75% de toda la riqueza se encuentra en las manos del 10% de la población blanca y sólo 46 mil personas poseen la mitad de las tierras del país. Históricamente habituados a tener sólo deberes, nunca derechos, sucumbimos bajo una extraña sensación de no pertenencia: en Brasil, lo que es de todos no es de nadie…

Conviviendo con una terrible sensación de impunidad, porque la cárcel sólo funciona para los que no tienen dinero para pagar buenos abogados, surge la intolerancia. El que vive en el desamparo de una vida al margen, sin que la sociedad le reconozca su condición de ser humano, reacciona en relación con el otro negándole también esa condición. Como no vemos al otro, el otro no nos ve. Y así acumulamos nuestros odios (el semejante se convierte en enemigo)

La tasa de homicidios en Brasil llega a 20 asesinatos por cada 100 mil habitantes, lo que equivale a 37 mil personas muertas al año, número tres veces mayor al promedio mundial. Y quien más se expone a la violencia no son los ricos, que se enclaustran tras los altos muros de condominios cerrados, protegidos por mallas electrificadas, seguridad privada y vigilancia electrónica, sino los pobres confinados a favelas y barrios de la periferia, a merced de narcotraficantes y policías corruptos.”

no es casualidad que la población carcelaria brasileña (alrededor de 550 mil personas) esté formada primordialmente por jóvenes de entre 18 y 34 años, pobres, negros y con bajo nivel educativo.

El sistema educativo ha sido, a lo largo de la historia, uno de los mecanismos más eficaces para mantener el abismo que separa a ricos y pobres. Ocupamos los últimos lugares en el ranking que evalúa el desempeño escolar en el mundo: alrededor del 9% de la población sigue siendo analfabeta y un 20% se clasifica como analfabeta funcional; o sea, uno de cada tres brasileños adultos no es capaz de leer e interpretar los textos más sencillos.

La perpetuación de la ignorancia como instrumento de dominio, marca registrada de la élite que permaneció en el poder hasta hace muy poco, puede medirse. El mercado editorial brasileño mueve anualmente unos 2.2 mil millones de dólares, y el 35% de este total lo representan compras del gobierno federal destinadas a alimentar bibliotecas públicas y escolares. Sin embargo, seguimos leyendo poco, menos de cuatro libros al año en promedio, y en todo el país sólo hay una librería por cada 63 mil habitantes, y aún así, concentradas en las capitales y grandes ciudades de provincia.

Antes de concluir, Ruffato dijo que, en los últimos años, Brasil está viviendo algunos progresos y destacó el poder transformador de la literatura, ejemplificada en su propia historia: “Vuelvo, entonces, a la pregunta inicial: ¿qué significa habitar esa región situada en la periferia del mundo, escribir en portugués para lectores casi inexistentes, luchar, en fin, todos los días por construir, en medio de las adversidades, un sentido para la vida?

Yo creo, quizá incluso ingenuamente, en el papel transformador de la literatura. Hijo de una lavandera analfabeta y de un vendedor de palomitas semianalfabeta, yo mismo vendedor de palomitas, cajero de un bar, despachador de una mercería, obrero textil, tornero mecánico, gerente de una lonchería, vi cómo se modificaba mi destino mediante el contacto, aunque fortuito, con los libros. Y si la lectura de un libro puede alterar el rumbo de la vida de una persona, y la sociedad está hecha de personas, entonces la literatura puede cambiar a la sociedad. En nuestros tiempos, de exacerbado apego al narcisimo y culto extremo al individualismo, aquel que nos resulta extraño, y que por lo tanto debería despertar en nosotros la fascinación por el reconocimiento mutuo, se ve, más que nunca, como amenaza. Le damos la espalda al otro (llámese inmigrante, pobre, negro, indígena, mujer, u homosexual) en un intento de preservarnos, olvidando que, de esta manera, hacemos implotar nuestra propia condición de existir. Sucumbimos a la soledad y al egoísmo y nos negamos a nosotros mismos. Para contraponerme a eso, escribo: quiero afectar al lector, modificarlo, para transformar el mundo. Es una utopía, lo sé, pero yo me alimento de utopías. Porque pienso que el destino último de todo ser humano debería ser únicamente este: el de alcanzar la felicidad en la Tierra. Aquí y ahora.”

El discurso de Ruffato, de alrededor de diez minutos, fué el más ovacionado del evento.

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